diumenge, 12 de febrer del 2012

Con los pies descalzos

Hay veces en la vida en las que una tiene que hacer cosas que no le gustan para sobrevivir, sobre todo si esa vida pertenece a una estudiante de traducción. Sé que en mi post anterior mencioné mis ganas de centrarme básicamente en la traducción audiovisual, pero la verdad es que también me apetece hablar de otras de mis experiencias. Más concretamente, esta vez me apetece contaros una vivencia que tiene que ver con mi archienemiga: la interpretación. Sí, habéis leído bien, mi archienemiga. Recuerdo que en mis años mozos, cuando aún estaba cursando bachillerato, mi profesor de literatura española nos preguntó qué queríamos estudiar. Mi respuesta fue inmediata: “Traducción e Interpretación”, le dije. Entonces él dibujó una enorme sonrisa y, dirigiéndose a los demás compañeros les dijo: “¿Ven? ¡Eso sí que es una buena elección! Acabará usted siendo traductora de la ONU y ganándose bien la vida”. Dejando de lado el mal (aunque habitual) uso de la palabra “traductora” para referirse a intérprete y la tremenda imaginación por parte de mi profesor, debo decir que no hay nada más alejado de la realidad que tal afirmación. Con suerte yo nunca trabajaré de intérprete para la ONU. Y digo con suerte porque ya sé que uno puede llegarse a ganar muy bien la vida, pero creo que es mejor ser feliz que tener mucho dinero. Prefiero trabajar de lo que de verdad me gusta, que es traducir sentadita y a mi ritmo antes que morir de un infarto por estrés en alguna cabina. Pero no creáis, no siempre le he tenido esta tirria a la interpretación, que cuando empecé a estudiar la carrera todavía no era consciente de mi aversión hacia ella porque, como dicen, no puedes decir que no te gusta algo que nunca has probado.
El caso es que mi experiencia con la interpretación es algo, digamos, un poco fuera de lo común. Cuando se habla de intérpretes, supongo que a todos nos viene la misma imagen a la cabeza: gente bien vestida encerrada en una cabina rodeada de micrófonos y otros artilugios. No obstante, existen muchos otros lugares además de las conferencias en los que los intérpretes desarrollan su trabajo: comisarías, hospitales… Y, en el caso del que yo quiero hablaros, guarderías. Una de las cosas que más me gustan tanto de la traducción como de la interpretación es que siempre estás aprendiendo algo. Nunca habría imaginado que una guardería organizara cursillos de masajes para bebés dirigidos a padres primerizos. Tampoco hubiera imaginado que, en esos cursillos, todos los padres tendrían una monitora para ellos solos, ni que esas monitoras necesitarían otro cursillo previo al cursillo “real” para saber hacer bien su trabajo. Pero lo que menos me había imaginado era que la dueña de la guardería (y jefa de las monitoras) necesitaría una intérprete porque una supervisora del Canadá vendría a supervisar su trabajo, ni que esa intérprete acabaría siendo yo. Como veis, la situación no es precisamente típica. Mi trabajo consistía en asistir a todas las clases que se les daban a las monitoras durante tres días consecutivos de cursillo intensivo de 9 de la mañana a 5 de la tarde e interpretar todo lo que sucedía en esas clases para la mujer canadiense. Así que mi trabajo era, en realidad, hacer una interpretación inversa. Ya os podéis imaginar cómo terminaría mi cerebro, sí: hecho puré. Como diría mi madre, ¿no quieres caldo? ¡Pues toma dos tazas! Pero lo curioso de todo esto no es eso, sino las condiciones de trabajo. Para empezar, me llevé una gran sorpresa cuando vi que iba a estar en un rincón de la clase susurrándole al oído mi interpretación a la señora canadiense (que, por otro lado, era un encanto, lo que me facilitó bastante el trabajo) y “molestando” a todas las chicas que intentaban atender a las explicaciones, pero en parte eso era de esperar. La verdad es que lo que más me sorprendió no fue eso, sino que, el primer día, antes de entrar en la sala en la que se iba a dar el cursillo, mi jefa me paró y me dijo: “¡No, no! ¡Tienes que quitarte los zapatos antes de entrar! En esta sala sólo se puede entrar sin zapatos”. Así que, amigos, lo habéis adivinado, me pasé tres días interpretando con los pies descalzos.
Dejando de lado la situación más o menos curiosa en la que me encontraba, debo decir que las condiciones no eran las más idóneas para hacer un buen trabajo de interpretación, aunque yo, a pesar de mis nervios, intenté hacerlo lo mejor que pude y creo que tanto la jefa como la señora canadiense quedaron bastante satisfechas. Creo que el problema básico de la interpretación es el estrés constante al que te ves sometido. Casi no hay tiempo para reaccionar, tienes que tener una agilidad mental tremenda y a veces incluso debes adelantarte a los acontecimientos. En mi caso, otro de los factores (de hecho, poco “éticos” dentro del mundo de los intérpretes, estoy segura de que si alguno de mis profesores se hubiera enterado, me habría matado) que jugaba en mi contra era el tiempo: demasiadas horas consecutivas interpretando. Si no recuerdo mal, según lo que nos contaron en clase de interpretación, lo ideal es que un intérprete trabaje cuatro horas al día como máximo debido al desgaste mental y al estrés que causa el trabajo. En este caso, como ya he dicho, fueron tres días consecutivos interpretando desde 9 de la mañana hasta, prácticamente, las 5 de la tarde. Es cierto que había pausas, pero también es cierto que las pausas eran para los demás, no para mí, porque sin mi aquella simpática mujer canadiense no podía comunicarse con prácticamente nadie, ya que ella no tenía ni idea de castellano y casi ninguna de las asistentes al cursillo sabía nada de inglés. Al menos aquella mujer tenía en cuenta que no soy una máquina ni un diccionario y de vez en cuando me decía “no te preocupes, ya me las apañaré, tú descansa que debes estar muy cansada”, lo que se agradece mucho porque significa que tu trabajo está siendo valorado. De todas formas, lo peor era la hora de la comida. Todas íbamos a comer al mismo restaurante (no podía irme donde quisiera, básicamente, porque me pagaban la comida) y durante esa hora esperaba poder descansar y reponerme pero eso era sólo una vana esperanza sin fundamento alguno. Al ser la intérprete y casi la única que podía comunicarse con aquella canadiense estaba claro: debíamos sentarnos a comer en la misma mesa. Es decir, nada de tregua para una servidora porque, como ya sabéis, la gente es muy curiosa con los desconocidos y freían a preguntas a aquella pobre mujer durante la comida, entre otras cosas porque era el único momento en el que podían comunicarse con ella. Así que ya me veis a mí, intentando disfrutar de mi comida mientras interpretaba todo lo bien que podía las preguntas y respuestas de mis comensales. Para que os hagáis una idea, la imagen era algo parecido a esto:


Así fue mi primera experiencia con la interpretación. Aunque haya momentos en los que la he pintado bastante mal y a pesar del estrés y el desgaste mental enorme que me supuso el trabajo, tengo que reconocer que tampoco estuvo tan mal y me demostré a mí misma que podía hacerlo. Además, el último día, ¡me llevé unos caramelos canadienses de regalo que estaban buenísimos!